Su mensaje me sorprendio. No me lo esperaba para nada. Dos mil quinientos kilometros nos separan. Un oceáno en medio. Unas tierras lejanas. Unos lugares distintos. Pero el mismo cielo. Conectados por un cable invisible. Lo leí detenidamente varias veces. Despacio me dirigi a la ventana. Donde quien me viera no le importase lo que hacía. Lloré desconsolada en el marco de la ventana. Oyendo pasar el ajetreo de una noche de Otoño. La gente hablaba, se reía, caminaba. Los coches iban veloces con una dirección marcada. Las motos iban trazando metas alrededor de las rayas continuas blancas y luego el suelo negro. El edificio de enfrente tenía las luces apagadas y encendidas. El árbol que quedaba enfrente de mi casa se mecía suave y como si siguiera una melodía. Yo alejada de todo, me encontraba sobrepasando fronteras prohibidas. Surcos por mis mejillas. Sabor a melancolía. Ojos grandes apagados. Silencios comprados. Miradas fulminadas. Tiempo pasado. Besos robados. Caricias ansiadas. Abrazos deseados. Personas que no volveran. Sentimientos guardadas en una caja de cristal. Secretos almacenados.
Tic, tac, tic, tac. El reloj no para de contar. El tiempo no se detiene ni cuando más uno lo necesita. Ni cuando perdemos lo que mas queremos. Segundos que se agotan. Reflexiones que no acaban. Aguardemos lo inesperado, que será lo que nos sorprenda.
Y si ahora escribo solo cosas triste, porque emergen de mi garganta la agonía. Y tal vez es pura tontería, pero así es la vida. Atravesamos caminos, aveces cuestan más aveces solo se trata de alzar las manos y echar a volar. Pero sintiendolo lo mucho me han cortado las alas y yo sabiendo volar sin ellas, me han atado al suelo de manos y piernas. Buenas noches Santa Cruz, duerme tranquilo mi isla pequeña, que yo seguiré velando por los desamparados. Llevando letras a los recondidos lugares.
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